Ella y él pintan.
Ella quiere que él se apure. Va a lo fácil: comienza por pintarle la cara.
Él sonríe. Conoce el juego y, en su sonrisa, se nota gran agradecimiento porque haya sido ella quien comience con el juego.
Él le devuelve el pincelazo, pero no se atreve del todo. Sólo salpica su nariz.
Ella quiere pelear en serio. Busca la guerra. Trata de sacar su parte violenta. Esa parte que a ella le encanta, porque su ser, todo su ser es violencia.
Realmente, ha comenzado la cacería y él no se da cuenta que se ha puesto en el papel de una gazela que coquetea con un león.
Ella sabe que lo tiene en sus garras, que la guerra ya la tiene ganada. Él no se resiste, sólo siente miedo, pero se deja.
Eso a ella no le gusta. Quiere sentir a su presa luchar, pelear por su vida.
Aún así, termina de capturarlo y una vez que él ya está medio moribundo, juega un rato como un gato que juega con un ratón y luego, lo abandona.
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